Estábamos en The I.C.E. St. Moritz, rodeados de coches que parecĂan salidos de un museo, pero en marcha, vivos, dejando huella en la nieve. Felipe, mi primo, no paraba de señalar modelos y contarme datos que solo un verdadero friki del motor sabrĂa. Yo lo escuchaba entre foto y foto, medio riĂ©ndome, medio fascinada.




Lo más impactante era la sensaciĂłn de estar dentro de un recuerdo. El aire era tan frĂo que dolĂa un poco al respirarlo, pero a ratos llegaba ese olor inconfundible a gasolina vieja, a motor en marcha. Algunos coches rugĂan con voz grave, otros chillaban con nervio. Cada uno tenĂa su carácter. Y entre todo eso, la gente —con perros que parecĂan sacados de un catálogo— paseando como si aquello fuese lo más normal del mundo.




La nieve lo hacĂa todo más especial. No solo por lo visual, sino porque era parte del reto: moverse, buscar el encuadre con cuidado de no resbalar, esquivar gente, proteger la cámara. Y aun asĂ, habĂa algo cálido en el ambiente. Ese tipo de calidez que no viene del cuerpo, sino de lo que estás viviendo.
En la foto no se nota del todo, pero habĂa reflejos preciosos en el hielo. La luz se colaba entre las nubes y rebotaba en las carrocerĂas como si estuvieran iluminadas desde dentro. Algunos coches llevaban esquĂes atados en el techo, y me encantĂł ese detalle, como si esos clásicos tambiĂ©n vinieran dispuestos a vivir una aventura.




Terminamos el dĂa con vino caliente para entrar en calor. Fue un alivio brutal sentir las manos volver a la vida. RevisĂ© las fotos con torpeza, con los guantes puestos, sabiendo que habĂa capturado un momento que no se repetĂa.




Para mĂ, esa foto no va solamente de coches. Va de pasiĂłn. De cĂłmo algo aparentemente tĂ©cnico puede despertar emociones tan fuertes. Y tambiĂ©n va de lo que pasa cuando todo —ruido, frĂo, historia y belleza— se alinea en una misma escena.
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