Paz Tropical
Sri Lanka.
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Marzo en Sri Lanka siempre tiene un tempo propio, como si el día respirara distinto. Aquella tarde acababa de terminar un shooting para una clase de yoga y subí a la terraza de un hotel con vistas abiertas al Índico, buscando un último minuto para mí. El cielo estaba cubierto de neblina; el sol, detrás, apenas se insinuaba y cedía el protagonismo a un rosa palo que iba tiñendo todo con calma. Fue de esos instantes en los que el cuerpo entiende antes que la cabeza: respiré hondo, sentí paz, y supe que tenía que guardarlo.

Me apoyé en la barandilla y dejé que la escena se ordenara sola. Abajo, el mar era una lámina tranquila; a una calle, Ahangama echaba humo de vida: motos, bocinas lejanas, conversaciones que se cruzaban como olas pequeñas. Ese contraste, silencio arriba, pulso abajo, amplificaba la sensación de equilibrio. No había prisa por cazar la “luz perfecta”; la neblina hacía su trabajo, desaturando el día y volviendo todo más suave, más respirable. Era un atardecer manso, contenido, que pedía ser mirado sin hacer ruido.

Saqué la cámara casi como quien toma nota de algo importante. No busqué un encuadre heroico ni un gesto grandilocuente: quería capturar la serenidad exacta de esa terraza, el rosa que flotaba sin imponerse, el horizonte que parecía sostener el mundo en pausa. Disparé poco, con esa seguridad tranquila de cuando la foto no depende de la acrobacia técnica sino de estar presente. Pensé en lo afortunada que soy: trabajar de lo que amo, en un lugar que siento propio y que me devuelve, cada vez, una forma de estar.

El sonido ambiente se volvió parte de la composición: la brisa rozando las hojas, el rumor tenue del tráfico, una risa que se escapaba desde la calle lateral, el mar diciendo “aquí estoy” sin levantar la voz (sensorial, supuesto). Nada pedía más que un par de ajustes finos. Había una armonía simple, casi doméstica, en ver cómo el día se apagaba sin espectáculo, confiando en su propia delicadeza. Allí entendí que la imagen no iba de un paisaje tropical, sino de una emoción concreta: la paz que te encuentra cuando bajás las revoluciones y aceptás la luz tal como viene.

Vuelvo a esta fotografía y reconozco la promesa que hace en pared: recordarte que el descanso también puede ser un horizonte, que la sutileza tiene fuerza y que no todos los atardeceres necesitan un sol dramático para quedarse. Es la calma rosa de un día que se entrega con pudor, el equilibrio entre la vida que bulle a pocos metros y ese refugio en altura desde el que aprendés a mirar. Por eso la llamé “Paz tropical”: porque condensa, en un cuadro, la sensación de estar en casa muy lejos de casa.

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